
Da igual, pensad en cualquier situación de interacción con los niños, siempre, indefectiblemente hay una necesidad que oscila entre la percepción de seguridad (no estoy solo, soy comprendido, aceptado) y la percepción de libertad (yo puedo, se respeta mi autonomía, mi iniciativa). Dos energías, aparentemente enfrentadas, control de mi entorno porque tengo confianza en mi mismo y además, aliento para el riesgo y el desafío. Pensad en el pequeño de un año que da sus primeros pasos con la excitación en la mirada al frente y como sin detenerse, vuelve, de cuando en cuando sus ojos a la figura materna o paterna. Pensad en el adolescente que con frenesí estrena salidas nocturnas y que también de cuando en cuando lucha por la aquiescencia del núcleo familiar.
Si alguno de estos parámetros cojea, si no podemos interpretar que tenemos el suficiente apoyo y coraje para explorar lo nuevo, tan solo reaccionamos (actuar bajo impulsos, sin que medie la razón); intentamos sobrevivir a la situación, atacamos, nos defendemos, huimos o nos paralizamos. Dependiendo de la edad habremos podido generar fortalezas interiores o dependeremos más de las externas, véanse las pugnas a los dos y tres años por no mencionar las de los quince; lo que quiero, lo que puedo.
La sensación de poseer iniciativa ya es en sí misma crecimiento y autonomía, por el contrario la sensación de temor y culpa es menoscabo de autoconcepto. Y es que la edad solo abre posibilidades pero lo más importante, son las oportunidades de desarrollar habilidades personales, lo que experimentamos es lo que acabamos siendo porque formará parte de nuestras memorias. Con ello fabricamos plantilla para encajar en la vida.
Como os comentaba, la edad no será el flotador en el que asirnos cuando la incertidumbre aflore y las decisiones tengan que ser valientes. Crecer en años no es crecer en competencias. Los años no nos hacen mejorar, tan solo la educación lo consigue.
¿Cuál es la distancia entre reaccionar y sobrevivir o responder y trascender?
Partimos de leyes biológicas, predeterminados por la inferioridad cuando nacemos, preparados para la supervivencia. Así está escrito en nuestro cerebro más ancestral, el primitivo, el que nos vuelve cocodrilo, reptil.
Para que las percepciones de lo que nos acontece dentro y fuera no se queden en la mera valoración de nuestro cerebro más irracional, no queda otra, no hay más vías, necesitamos ir al gimnasio de las funciones cognitivas y ejecutivas todos los días.
Hacer músculo para conocernos a nosotros mismos, para comprender a los otros, para comunicarnos de manera respetuosa y eficaz, para enfocarnos en soluciones, para querernos a nosotros mismos y a los demás. El niño poseído por su órgano director, un cerebro inmaduro, egocéntrico, necesita mucho, mucho entrenamiento hasta lograr ser una persona íntegra, que contribuye de manera útil a su bienestar y al de la comunidad.
Sería un reduccionismo decir que con buenas experiencias y perseverancia ya está todo hecho. No es así, los individuos somos mucho más que meros receptores, somos artífices de esa plantilla de vida. Con el barro de las experiencia vitales, creamos a través de «interpretaciones, convicciones», nuestros sentimientos, pensamientos y ellos nos llevan a decisiones y actuaciones.
Bien, pues ella tiene toda la energía para ese gran proceso de construcción personal. Sorprendentemente, ella es la que define todo un estilo de vida, la interpretación que los niños hacen de lo que perciben. No es la realidad, es su realidad. La que se teje desde el temperamento personal, las experiencias vitales, las habilidades que se van adquiriendo, la actitud de los que le rodean.
Hay niños que no pueden optar.
El entorno no facilita compensar su sentimiento natural de inferioridad con exploraciones en las que puedan aprender a reflexionar, a pensar en el proceso, a analizar opciones, a observar resultados, a responsabilizarse de consecuencias, a anotar errores, a generar nuevas soluciones.
Pensad un instante en cualquier experiencia próxima en el tiempo en la que vuestro chico o alumna se hayan portado mal. Revisad cuál fue la respuesta.
Con demasiada frecuencia el adulto se olvida de que el niño está interpretando todo el tiempo. Es una obligación sagrada porque es el motor de todo su comportamiento. Cuando digo esto pasa aquello, cuando hago esto otro, pierdo, cuando no hago esto, también pierdo, cuando… puede que no sea real, que aquello que el niño interpreta como pérdida no tenga base objetiva. No importa. Lo que sí importa es que lo percibe así. Un maestro que me hace sentir ridículo, una madre que no escucha, solo habla y dirige, una padre para el que unas veces soy un campeón y otras el ser más insuficiente, un compañero que me insulta, un amigo que manipula…
Y es que la naturaleza humana es compleja. Educar no es sumar factores, unas veces es suma, otras una ecuación con incógnita difícil de despejar, otras conviene restar. Muchas, creo, restar.
Restar intervención, restar suposiciones, restar explicaciones, restar adultismos, restar dimes y diretes concienzudos, restar órdenes, restar actuaciones contradictorias con lo que exigimos, restar expectativas desaforadas, restar tono acusador… restar mediación que no hace ninguna falta y sin embargo tanta consecuencia negativa puede acarrear.
Pues sí, estaríamos enfocando las propiedades saludables de la resta en educación; restar imposición de poder para que el del chico pueda florecer o algo así, no sé cómo quedaría mejor la frase pero creo que se me entiende muy bien. Hablo de restar como sinónimo de «detente», no hagas. Sí sé que para el cerebro este es un mensaje confuso, entiende mucho mejor «el hacer» pero voy a ver si consigo explicarlo.
Hoy que todos los medios de comunicación están repletos de sumas de acciones os digo que me cansan, me aturden, incluso me encuentro saturada y que creo que a muchos les puede pasar también. No y no, no hagamos más por los niños. Al menos más de lo que estamos haciendo. En multitud de ocasiones lo más acertado es dejar de hacer, y que la infancia pueda cumplir con su cometido de etapa relevante en la individualización.
Sin problemas, sin experiencias vitales, sin retos, no hay capacitación. Esta sí que es una regla matemática. La potencialidad será la que sea, sin ejercitación no habrá competencia.
¿Y qué problemas tienen los niños de hoy? (Hablo de nuestra «pretendida sociedad del bienestar», hay muchos otros niños con problemas todavía más significativos como no poder comer o carecer de un hogar que les ofrezca salud y calidez). Los más importantes son los provocados por la ausencia de asuntos naturales con los que poder desarrollar destrezas para vivir, casi todo lo que les enseñarían se lo damos hecho y resuelto ¿Y de qué manera se lo damos hecho? Les decimos lo que pasó, lo que sintió, lo que hizo, lo que debería haber hecho… interpretamos nosotros, decidimos nosotros, ordenamos nosotros; solo esperamos escucha y obediencia… y con ello el niño perdió la gran oportunidad de explorar por si mismo, tan solo tiene que hacer frente al aluvión de distractores de las urgencias, ansiedades y temores adultos. Medio anestesiado, indolente y desmotivado. Y nos podemos dar con un canto en los dientes si no llegan a la conclusión de que les tienen que hacer y decir todo porque ellos no saben o no pueden, «soy defectuoso». Qué alentador ¿no?
Ya no pueden saber qué pasa si uno decide no comer, o no dormir, o llorar, o subir escaleras, o no saberse la lección, o no hacer los deberes, o no vestirse, o mostrarse enfadado… toda la vida está mediada por la corrección y el control, por el rescate y la incapacitación que conlleva. Niños perfectos, con vidas sin equivocaciones ¿y la naturaleza infantil, y sus prioridades? Si les dices qué deben sentir y pensar ¿cómo podrán aprender a sentir y pensar por sí mismos?
Se anulan y ocultan las emociones y pasan a tomar las riendas los dictados de la razón. Desaparecen los sentimientos y con ello la oportunidad de conocerlos y trabajarlos.
¿Estoy proclamando la permisividad? No, ni muchísimo menos. A lo que invito es al coraje del acompañamiento generoso, del sostén, de la provocación.
Hasta me atrevo a decir, la guía más aséptica, más neutral afectivamente. El niño no necesita un amor que cuando no te muestras obediente desencadena cual rayos y centellas, juicios y patrones que someten. El niño necesita la calma de un afecto respetuoso, sensibilidad y oxígeno para reinterpretar lo confuso y asumir la propia responsabilidad. Y hay mucha confusión en la vida hasta empezar a vislumbrar qué es de verdad lo que quiero y es bueno para mi y para los que me rodean.
Desterrar el miedo, la culpa, de los entornos educativos, aprender a crear atmósferas de bienestar emocional. Dejar que los niños experimenten las consecuencias naturales de sus actuaciones. Estructura y orden no pueden ser una interferencia en la interpretación de que sus asuntos y sus aportaciones son apreciados y que ellos tienen la habilidad de marcar la diferencia, determinar el curso de la acción.
Lo que se aprende bajo el compromiso emocional es perdurable en el tiempo, para bien y para mal. Un hogar, un aula que reta, que asfixia, que solo juzga, que impone sin cesar, no suma descubrimiento personal.
Como dice Jane Nelsen ¿podéis imaginar un mundo sin castigos, sin premios, sin imposición de consecuencias, sin sentimientos de insuficiencia por el error? ¿Un mundo de adultos acompañantes respetuosos de procesos de vida?
Esta es la resta de la educación, para, detente, deja de hacer todo eso que ya hemos sentido en nuestras propias carnes que no funciona.
Tal vez si nos lo permitimos a nosotros mismos y la amenaza, el miedo, el rescate y la incapacitación dejan de formar parte de nuestras prácticas, no tardarían en mostrarse esas otras que, aunque al principio, nos costaran, serían esa anhelada trascendencia que como seres humanos, por dignidad y respeto, nos merecemos.
Cuando dejamos de lado la trampa mortal en educación de la urgencia por atajar los conflictos es muy probable que la tranquilidad, la eficacia y por qué no, hasta la diversión, nos permitan asomarnos a la potencialidad infantil y todo lo que es capaz de generar…
Deja una respuesta